Hubo un momento, no hace tanto, en que Hollywood parecía decidido a redimirse. Tras el huracán de #MeToo, el auge de Black Lives Matter y una oleada de autocrítica sobre el racismo, el sexismo y la representación, la industria del entretenimiento abrazó la llamada “ideología woke” con un fervor casi religioso. Todo debía revisarse, todo debía corregirse. Cada elenco, guion y afiche se convirtió en campo de batalla de una cruzada cultural. Pero ese impulso, que nació con el propósito noble de abrir espacio a voces antes silenciadas, terminó cayendo en su propio dogma: el del moralismo estético y el relato prefabricado.
La cartelera y el streaming se llenaron de remakes en clave “progre”, con films y series protagonizados por chicas empoderadas, personajes clásicos reinterpretados por actrices pertenecientes a minorías y discursos identitarios que parecían redactados por ONGs. Las intenciones eran realmente buenas, pero los resultados… no tanto.
The Marvels (2023) es quizás el ejemplo más evidente: un filme concebido como reivindicación feminista que terminó siendo uno de los mayores fracasos de taquilla del universo Marvel. O Vilma (2023), la serie animada de HBO Max que intentó actualizar Scooby-Doo con un enfoque abiertamente progresista, pero acabó siendo destrozada tanto por conservadores como por el propio público al que decía representar. Las críticas coincidieron en un punto: el mensaje se había vuelto más importante que la historia.
Algo similar ocurrió con la nueva versión de Cazafantasmas (2016) y más recientemente Blancanieves (2025), que recibieron críticas implacables incluso antes de ser estrenadas.

Disney, que solía marcar el pulso de la cultura popular, se convirtió en el blanco de acusaciones de “wokismo forzado”, al reemplazar símbolos tradicionales por mensajes de corrección política. No se trata de que el público rechace la diversidad —basta mirar el éxito de Todo en todas partes al mismo tiempo o Pantera Negra para refutarlo—, sino que se hartó del sermón.
El problema no fue el ideal, sino la ejecución. La narrativa woke confundió representación con propaganda, y terminó minando su propia causa. En lugar de construir personajes complejos y genuinos, muchos guionistas optaron por moldear estereotipos inversos: ahora los personajes blancos y masculinos eran caricaturas de privilegio, y los femeninos o minoritarios, paradigmas de virtud infalible.En otras palabras, cambió el reparto, pero no el esquema.
La audiencia, cada vez más escéptica, empezó a percibir ese patrón. El espectador contemporáneo, que convive con la saturación de contenido en streaming, no quiere sermones ni moralejas; quiere autenticidad. Series como The Boys o Succession —crudas, amorales, ambiguas— conectaron mejor con el público precisamente porque no pretendían enseñar nada, sino mostrarlo todo. Mientras tanto, producciones con tono panfletario quedaron atrapadas en el terreno más temido del entretenimiento: la indiferencia.
Lo curioso es que el propio Hollywood parece haber tomado nota. En los últimos meses, los grandes estudios han empezado a ajustar el timón. Netflix canceló varios proyectos con enfoque activista, y Disney reorganizó sus estrategias de contenido tras una caída sostenida en suscriptores. Los datos lo confirman: en 2024, las películas catalogadas como “woke” (según el ranking de The Hollywood Reporter) recaudaron un 35% menos en promedio que las producciones neutrales o escapistas.
El mercado, finalmente, habló.
Pero más allá de las cifras, el desgaste del fenómeno woke deja una lección que el arte lleva siglos enseñando: el mensaje solo conmueve cuando está al servicio de la historia, no al revés. La revolución estética no se impone por decreto ni se valida en redes sociales; se gana en el guion, en el diálogo, en la emoción.
Quizás el futuro del cine verdaderamente diverso —el que no teme mostrar contradicciones ni matices— nazca precisamente de esta resaca. Cuando la industria deje de intentar “educar” a su público y vuelva a sorprenderlo. Cuando la autenticidad reemplace al eslogan. Cuando recordemos que la corrección política puede ser necesaria, pero nunca debe ser la protagonista de una buena historia.
Al final, Hollywood y las plataformas de streaming no perdieron la batalla contra la cultura conservadora. La perdieron contra sí mismos. Porque el arte, a diferencia de la ideología, no necesita permiso para ser incómodo.

