Estaba oscuro. Silencio. La quietud que solo la noche profunda puede traer. Seguramente todos ya estarían en la cama. Si había un momento para actuar, era ahora.
Escabulléndose por la finca de un acaudalado londinense, se dirigió al preciado invernadero: un templo con cúpula de cristal que rebosaba calor y humedad, y que una vez estuvo bajo su cuidado. Apenas unos meses antes había resguardado sus exóticos tesoros como jardinero y cuidador. Ahora, era un intruso. En cuanto entró, lo impactó de nuevo el denso aire tropical, a diferencia del frío húmedo del exterior. Cualquiera se hubiera imaginado en medio del Amazonas, pero el momento no se prestaba para ensoñaciones.
Se movía con rapidez, sorteando hileras de plantas raras a la luz de la luna. Ubicó su objetivo y cortó siete. Cada una era un premio. Por la mañana, las vendió en Covent Garden por una suma considerable. Pero su éxito duró poco. Localizado por su antiguo empleador, fue arrestado y condenado a siete años de prisión. ¿Su delito? Robar siete piñas.
Este robo, aparentemente insignificante, no era poca cosa en la Inglaterra del siglo XIX, donde las piñas eran más que una simple fruta: eran símbolos de estatus que valían una fortuna. Reservada para los ultrarricos y la realeza, la piña podía hacer (o arruinar) el futuro de un hombre. Pero, ¿cómo llegó esta espinuda fruta tropical a tener tanto poder en la vida social y política británica? La historia comienza a miles de kilómetros de distancia, en lo profundo de la cuenca del Amazonas.
EL AUGE
La piña silvestre es autóctona de la cuenca hidrográfica del río Paraná-Paraguay, una zona que hoy comprende el sur de Brasil y Paraguay. Los primeros en domesticarla fueron los tupí-guaraníes, que prosperaron a lo largo de la costa brasileña y en los bosques ribereños del interior. Tomaron la variedad silvestre, pequeña, ácida y llena de semillas, y la transformaron en la fruta dulce y carnosa que conocemos hoy. Para ellos, era más que un simple alimento: era un símbolo de excelencia. Su palabra, ananá, que significa “fruta excelente” o “fragancia”, se adoptaría en idiomas de todo el mundo.
Para cuando Colón regresó a América en 1493, la piña ya estaba extendida por los territorios indígenas. Uno de sus compañeros, Michele de Cuneo, mencionó esta impresionante fruta en una carta a su amigo: “También hay plantas como la alcachofa, pero cuatro veces más altas, que dan un fruto en forma de piña de conífera, pero el doble de grande. Este fruto es excelente y se puede cortar con un cuchillo como un nabo, y parece muy saludable”.
Colón regresó a España con regalos para el rey Fernando y la reina Isabel, incluyendo aves, instrumentos y varias piñas, aunque solo una sobrevivió al viaje. Deseoso de entregarla antes de que se estropeara, Colón corrió al castillo. El rey y la reina probaron la fruta y quedaron maravillados. Con su aprobación, la fama de la piña comenzó a extenderse rápidamente.
Pronto, los exploradores europeos se obsesionaron. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, cronista español, dedicó seis páginas completas a describir la fruta en su Historia General y Natural de las Indias, y aún sentía que no había logrado capturar su majestuosidad. A medida que se extendió la fiebre de la piña, también lo hizo la expansión física de la planta. Poco más de 100 años después de su descubrimiento por los europeos, la piña ya se cultivaba en zonas tropicales de todo el mundo. Llegó a las costas oeste y este de África gracias a los portugueses, a Sudáfrica gracias a los holandeses y a la costa oeste de la India gracias, de nuevo, a los portugueses. De hecho, en la India la piña prosperó tanto que el emperador mogol Jahangir mandó cultivar miles de plantas de piña en los jardines del palacio de Agra. Hasta el día de hoy, la piña es una de las frutas más comunes de la India.
DIGNA DE UN REY
A pesar de su expansión mundial, la piña seguía siendo escasa en Europa y mantenía su estatus de fruta de reyes. En ningún lugar se ilustró esto con mayor claridad que en la Inglaterra de la Restauración, bajo el reinado de Carlos II.
En aquella época, los comerciantes ingleses que buscaban el favor real solo contaban con una vía formal: la petición. Sin embargo, estas peticiones rara vez se presentaban sin regalos: suntuosos obsequios destinados a atraer la atención del rey y endulzar la solicitud. Plata, sedas y especias eran comunes. Pero en agosto de 1661, un grupo de comerciantes de Barbados dio un paso audaz e inusual. Con la esperanza de obtener condiciones más favorables en el comercio del azúcar, obsequiaron al rey algo mucho más exótico: una piña.
Fue una apuesta arriesgada, pero bien calculada. Carlos II era famoso por su pasión por todo lo raro y curioso, en particular por las frutas y plantas de tierras lejanas. La piña, de forma extraña y aroma embriagador, lo cautivó de inmediato. Los comerciantes consiguieron lo que buscaban. ¿Y Carlos? Obtuvo más que una simple fruta. Obtuvo un símbolo.

En 1668, mientras las tensiones con Francia se intensificaban por los territorios caribeños, Carlos II ofreció un banquete al embajador francés. A la hora del postre, se presentó una gran exhibición de frutas, coronada con una piña, la primera que se veía públicamente en Inglaterra. La señal era clara: Inglaterra tenía acceso a tesoros excepcionales del Nuevo Mundo. Para reforzar la imagen, Carlos encargó posteriormente un retrato suyo recibiendo la fruta de su jardinero: una exhibición escenificada de influencia imperial.
La piña había llegado a Inglaterra no solo como un manjar, sino como un emblema de estatus, ambición y creciente influencia geopolítica.
CULTIVANDO ORO
Como ocurre con todas las fascinaciones reales, no pasó mucho tiempo para que la nobleza inglesa intentara imitar el gusto del rey por las piñas, con la esperanza de elevar su propia posición social. Pero adquirir estas raras frutas no era tarea fácil. Procedentes de miles de kilómetros de distancia, las piñas eran difíciles de transportar, extremadamente caras y propensas a estropearse. Para los aristócratas ambiciosos, la solución era clara: si no podían importar piñas de forma fiable, encontrarían la manera de cultivarlas en casa, incluso en el clima frío y húmedo de Gran Bretaña.
Los invernaderos ya se utilizaban en toda Europa para proteger los cítricos de los duros inviernos. Pero la piña planteaba un desafío mayor. No solo necesitaba protección contra el frío, sino que requería calor y luz solar constantes durante todo el año.
Los jardineros holandeses fueron los primeros en resolver el problema de la piña en el siglo XVII. El jardinero de Pieter de la Court descubrió que la corteza que se utilizaba para curtir el cuero, podía generar calor sostenido al descomponerse. Esta técnica pronto llegó a Inglaterra, donde Sir Matthew Decker la utilizó para cultivar la primera piña en suelo inglés, y celebró con orgullo la hazaña mandando a pintar un cuadro (ver imagen).
Con esta nueva tecnología, los invernaderos de piñas (o “pineries”) pronto se pusieron de moda entre la aristocracia inglesa.
La piña lo cautivó de inmediato y Carlos II obtuvo más que una simple fruta. Obtuvo un símbolo.
Cultivar una piña era un proceso lento y laborioso. Podía tardar de dos a tres años en producir una sola fruta, y el coste de mantener un pinar significaba que incluso las piñas de cosecha propia seguían siendo extremadamente caras. Un solo ejemplar podía alcanzar las 80 libras en aquella época, el equivalente a unas 5.000 libras actuales (unos 6.700 dólares). No es de extrañar, entonces, que algunos estuvieran dispuestos a robarlas, como vimos al comienzo de este artículo.
En las grandes cenas, las piñas se convertían en el plato fuerte por excelencia: un símbolo de buen gusto, riqueza y refinamiento. De hecho, eran tan preciadas que una sola fruta podía pasar de un banquete a otro, hasta que finalmente comenzaba a pudrirse.

DEL LUJO AL ESTILO DE VIDA
A mediados del siglo XVIII, Gran Bretaña estaba en pleno apogeo. Un imperio en expansión había marcado el comienzo de una era de crecimiento económico, y con él vino un cambio social significativo: el auge de la clase media. A medida que la riqueza se filtraba más allá de la aristocracia, lujos anteriormente exclusivos, como el té y el azúcar, comenzaron a aparecer en los hogares de clase media.
Sin embargo, las piñas frescas seguían estando fuera del alcance de la mayoría. Pero eso no impidió que la gente se diera el gusto con la segunda mejor opción: productos con temática de piña. De repente, los símbolos de la fruta estaban por todas partes: desde vajillas y cajas de té hasta marcos de puertas y centros de mesa, todos utilizados para expresar buen gusto y estatus social.
La obsesión también cruzó el Atlántico. En las colonias americanas, figuras como George Washington y Thomas Jefferson adoptaron la piña como símbolo de refinamiento y hospitalidad. Se dice que Washington la contaba entre sus frutas favoritas. Sin embargo, a diferencia de Gran Bretaña, las élites estadounidenses no cultivaban piñas. En cambio, se beneficiaron de un acceso más fácil a las importaciones caribeñas.
En Gran Bretaña, la Revolución Industrial precipitó todo. A medida que las rutas comerciales se expandían y los barcos de vapor aceleraban las entregas, la piña comenzó a perder parte de su exclusividad. Para 1850, unas 200.000 piñas llegaban a los muelles de Londres cada año. Mientras que las frutas de mayor calidad aún adornaban los estantes de las fruterías de lujo, los ejemplares menos codiciados se descargaban en los carros de los vendedores ambulantes, que los vendían a los transeúntes por tan solo seis peniques.

Y entonces llegó la refrigeración. A finales del siglo XIX, con la revolución de la distribución de alimentos gracias al almacenamiento en frío, la era de la piña de cosecha propia —antaño la orgullosa posesión de reyes y aristócratas— prácticamente había terminado. La piña había completado su transformación: de lujo de reyes a producto cotidiano.
ENLATANDO LA PIÑA
En Estados Unidos, a mediados del siglo XIX, la piña se cultivaba en abundancia en Florida y California. Pero la geografía representaba un gran obstáculo. La fruta debía recorrer grandes distancias para llegar a los principales mercados, y sin transporte refrigerado, a menudo llegaba magullada, sin sabor o, peor aún, podrida. En las regiones más allá del alcance de la creciente red ferroviaria, la piña seguía siendo prohibitivamente cara.
Entonces llegó un gran avance: el enlatado.
En 1893, la invención de la peladora de piña Lewis revolucionó el procesamiento de la fruta. Esta máquina podía descorazonar, rebanar y pelar piñas a una velocidad de cuatro por minuto, lo que hacía que la producción en masa no solo fuera posible, sino también rentable. Aprovechando la oportunidad, el inglés John Kidwell se propuso establecer la primera fábrica de conservas de piña de Hawái. Aunque la piña no era originaria de las islas, muchos creían que el clima de Hawái producía la fruta más dulce y sabrosa del mundo.
Pero había un gran obstáculo: los aranceles. En aquel entonces, Hawái aún era un reino independiente, y todos los productos alimenticios procesados que se enviaban a Estados Unidos estaban sujetos a un elevado impuesto de importación del 35%. La operación de Kidwell no podía competir. Sin embargo, todo cambió cinco años después.

En 1898, Hawái se convirtió en territorio de Estados Unidos. Se eliminaron los aranceles y se abrió el mercado. Desafortunadamente para Kidwell, ya había abandonado el negocio de la piña, pero en 1899 un joven de solo 24 años se propuso desarrollarlo: James Drummond Dole.
James era primo de Sanford B. Dole, presidente del gobierno provisional tras el derrocamiento de la monarquía y luego primer gobernador de la nueva anexión estadounidense.
En 1900 James Dole compró 25 hectáreas en Wahiawa y plantó 75.000 plantas de piña. Con sus modestos ahorros, adquirió maquinaria para rebanar y enlatar, y para 1902 fundó la Hawaiian Pineapple Company, posteriormente rebautizada como Dole Corporation.
A partir de ese momento, la historia de la piña fue inseparable de la historia del capitalismo estadounidense. Para 1940, Hawái se había convertido en el principal proveedor mundial de piña enlatada, produciendo casi el 70% del suministro global. De hecho, durante ambas guerras mundiales, se enviaron grandes cantidades de piña enlatada para alimentar a las tropas.
Después de la guerra, la demanda siguió creciendo. Pero también lo hicieron los desafíos. Las infestaciones de cochinilla en las plantaciones y el aumento de los costos laborales impulsaron a los productores a mirar más allá de Hawái. Se establecieron nuevas conserveras en lugares como Filipinas y Tailandia. Para 1974 Tailandia había superado a Hawái y se había convertido en el principal productor mundial de piña, y en el 2000 la participación de Hawái en el mercado mundial se había reducido a tan solo el 2%.
En 1900 James Dole plantó 75.000 plantas de piña en Hawái, para fundar dos años después la Hawaiian Pineapple Company, rebautizada como Dole Corporation.
LA FIEBRE DEL ORO
Durante gran parte del siglo XX, la piña enlatada dominó el mercado mundial y siguió siendo la principal fuente de ingresos de la industria piñera. Pero todo cambió en la década de 1990 con la llegada de una nueva estrella: la piña MD-2.
Desarrollada en la década de 1970 mediante el cruce entre dos híbridos anteriores, obtenidos en 1958 y 1959, la MD-2 revolucionó el mercado. Era significativamente más dulce, menos ácida y menos fibrosa que su predecesora. Y lo más importante para los consumidores, su pulpa maduraba hasta alcanzar un vibrante amarillo dorado, que combinaba con su cáscara, lo que facilitaba mucho saber cuándo la fruta estaba lista para comer. Esto contrastaba con la entonces dominante variedad Smooth Cayenne, cuya piel verde opaca a menudo permanecía inalterada incluso en su punto óptimo de maduración.
A principios de la década de 1990, Fresh Del Monte se puso en marcha para obtener los derechos de la MD-2. Cuando las solicitudes fracasaron debido a la denegación de consentimiento de los copropietarios, Fresh Del Monte presentó sus propias patentes: una para las características genéticas de la MD-2 y otra para un híbrido llamado CO-2.
En 1996, Fresh Del Monte lanzó su propia versión de la MD-2: la Del Monte Gold. Causó sensación al instante. Tras décadas sin una nueva variedad de piña, los consumidores ansiaban algo fresco, y Del Monte Gold se lo ofreció. En cuestión de meses, se convirtió en la piña fresca más popular del mundo, acaparando una gran parte del comercio mundial. La demanda superó con creces la oferta.
Esa escasez llevó a empresas competidoras a contratar a los trabajadores de Fresh Del Monte para obtener secretos de cultivo. Según algunos informes, algunos rivales incluso volaron a Estados Unidos solo para comprar cajas de piñas Del Monte Gold en los supermercados, desechando todo menos las frondosas coronas, que contrabandeaban a Costa Rica para su propagación.
Finalmente, Dole —mayor competidor de Fresh Del Monte— se hizo con el preciado material genético. En 1999, estableció una plantación de piña en Honduras y lanzó su propia versión de la MD-2: la Dole Premium Select.
Fresh Del Monte respondió con una demanda, acusando a Dole de apropiación indebida de secretos comerciales relacionados con la piña MD-2. En 2021, un tribunal estadounidense reconoció que el material genético y las técnicas de cultivo son susceptibles de ser protegidos por la ley de secretos comerciales, incluso si el material vegetal en sí es de dominio público. El caso se resolvió antes del juicio. Como parte del acuerdo, Dole pagó 1,5 millones de dólares y aceptó ciertas restricciones relacionadas con el material de siembra MD-2. Desde entonces, Dole ha seguido aumentando su cuota de mercado de la piña fresca con su línea Premium Select.
¿EL REGRESO DE LA FRUTA DE REYES?
Más recientemente, Fresh Del Monte ha lanzado la piña Pinkglow, una fruta de color rosado que evoca la época en que las piñas eran la joya de la corona de la aristocracia. En el retail el formato más común ronda los 14.99 dólares, mientras que online suele venderse por 29 dólares más gastos de envío.
Entonces, ¿estamos volviendo a una nueva aristocracia de la piña?
Quizás. Pero, aunque la piña ya no dicte la política exterior ni adorne mesas de reyes, su viaje desde las selvas de Sudamérica hasta los puestos del mercado de Covent Garden, desde postre real hasta fruta en conserva, sigue siendo uno de los relatos más notables en la historia de los productos agrícolas.
Y para un jardinero londinense, fue una historia que valió la pena arriesgarlo todo, incluso el exilio en Australia.

