Usufructo social
PUNTOS DE VISTA

Usufructo social

Los subsidios en pensiones y el asistencialismo económico han tenido un efecto negativo impensado, perpetuando la dependencia de los trabajadores de estas ayudas del Estado.


Por Sebastián Valdés Lutz, director de empresas agroindustriales

En la primera década de este siglo se implementaron en Latinoamérica una serie de programas de asistencia social a la extrema pobreza, basados en transferencias monetarias condicionadas, pensiones mínimas garantizadas, acceso a servicios de salud, educación y programas de capacitación para mejorar la inserción en el mercado laboral formal.

Todos estos subsidios se mantienen en forma continua mientras los beneficiarios mantengan la condición de vulnerabilidad que los hizo acreedores de la ayuda estatal y cumplan con ciertas condiciones específicas, como asistir a las capacitaciones laborales ofrecidas en el programa, asegurar la asistencia de sus hijos a la escuela y llevarlos a controles médicos regulares, entre otras. Estos programas de asistencia asumen que la principal fuente de pobreza reside en la falta de acceso a salud y educación, vivienda y servicios básicos, lo que mantiene a las familias más vulnerables inmersas en un ciclo de pobreza del cual no son capaces de salir sin la ayuda del Estado.

Una porción importante de los beneficiarios de los programas sociales en Latinoamérica reside en zonas rurales y depende de una fuente de ingresos relacionada con la agricultura, principalmente en trabajos temporales que no requieren de mucha calificación en cuanto a experiencia y conocimiento. Son en su mayoría trabajadores utilizados en cosecha, labores culturales, de empaque manual y otras similares, que habitualmente llegan a la empresa mediante contratistas.

La migración de la población rural hacia las urbes y el poco interés de las nuevas generaciones por trabajar en la agricultura, ha ido mermando la oferta disponible de trabajadores y más aún la de aquellos competentes y con experiencia en faenas agrícolas, fenómeno que podría haber sido dramáticamente más intenso de no mediar la inmigración, en su mayoría indocumentada, de trabajadores extranjeros. Esta creciente escasez de mano de obra ha torcido el supuesto desequilibrio histórico de poder entre empleador y empleado en favor de este último, llevando al mercado laboral agrícola a regirse por los términos y necesidades del trabajador. Provenientes en su mayoría de familias en condición de vulnerabilidad, los trabajadores agrícolas no están dispuestos a acordar con la empresa algo que ponga en riesgo los beneficios adquiridos por su origen en las últimas décadas, lo que hoy se traduce en un preocupante aumento de la informalidad laboral, paradójicamente lo contrario que buscaban en su génesis la mayoría de los programas sociales de nuestros gobiernos latinoamericanos.

La mayoría de los subsidios que reciben las familias vulnerables se basa en la mantención de esa condición, lo que se verifica mediante instrumentos públicos que tienen como una de sus principales fuentes los registros del mercado laboral formal, por lo que no extraña que gran parte de los trabajadores agrícolas no quieran dejar huella alguna de sus faenas en ese mercado. Los supuestos beneficios en salud y pensiones ligados con la formalidad son marginales, lejanos y a veces inexistentes en comparación con lo que los trabajadores obtienen de la asistencia social, por lo que todo descuento en las remuneraciones que se destine a seguridad social es visto simplemente como una merma en sus ingresos, que puede hacerlos discriminar entre un trabajo y otro.

Ante la dificultad para conseguir trabajadores, especialmente en las labores más críticas para la agricultura, muchas empresas han ingresado a un juego que muchas habían abandonado o en el que nunca habían estado. Los beneficios de la asistencia social son tan importantes para los trabajadores, que es económicamente inviable compensarlos dentro del mercado formal, y aunque así quisieran hacerlo, los trabajadores escogerían a aquellos empleadores que propongan la misma compensación bruta en dinero, sin descuentos, e idealmente con pago diario.

La mayor parte de los programas sociales que apostaban por la formalización del trabajo se basaban en el control de las prácticas de contratación de las empresas, bajo el supuesto de que ahí encontrarían la fuente de evasión en el pago de leyes sociales e impuestos. Nunca pensaron que sus políticas crearían un clientelismo tan grande en los trabajadores, que serían estos los principales fomentadores de la informalidad. Así lo han entendido incluso fiscalizadores y autoridades que, ante la imposibilidad de encontrar una salida viable para las empresas, han escogido obviar, no mirar, no saber.

En paralelo, el mundo avanza en regular, controlar y castigar el actuar doloso y negligente de las empresas con la sociedad y el medio ambiente, aumentando las contingencias de las empresas en sus negocios y la importancia del control exhaustivo de los riesgos operacionales y no operacionales. Parece un sinsentido que en este contexto el sector agrícola termine aceptando vivir en el incumplimiento, sin poder mitigar un riesgo laboral que no termina de expresarse por la sola empatía del fiscalizador con la situación.

Los subsidios en pensiones y el asistencialismo económico han tenido un efecto negativo impensado, fomentando la informalidad en el mercado laboral agrícola, desincentivando el desarrollo de habilidades y perpetuando la dependencia de los trabajadores de estas ayudas del Estado. Es un cáncer difícil de extirpar, puesto que requiere de medidas impopulares, que queman votos, y que reconocen en el individuo a un potencial arbitrador y no sólo a una víctima de cuna. Pero termina siendo lo correcto, puesto que nadie debiese obtener del Estado más que lo que sus pares obtienen del trabajo.