Sin duda es uno de los libros más maravillosos que he leído en mi vida: El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. Se trata de un hombre que está en un campo de concentración nazi, que se pregunta algunas cuestiones fundamentales en medio del dolor y el sufrimiento propio y de la generación que sufrió la Segunda Guerra Mundial. Entonces Frankl comprueba que muchas personas lograron ver la luz al final del camino, la esperanza después del terror, precisamente porque supieron dar un sentido a sus vidas y confirmar de esa manera la reflexión de Nietzsche: quien tiene un por qué es capaz de enfrentar cualquier cómo. En su caso, Frankl simplemente esperaba alejarse de los guardias y de las alambradas, para reencontrarse con la mujer amada. Nada más, pero nada menos.
Es posible que los problemas actuales del mundo radiquen, en parte al menos, en la pérdida de sentido, en la falta de una clara orientación hacia el bien, en la confusión dominante entre una serie de problemas que subsisten y la incapacidad que muestran las autoridades para solucionarlos. Hay momentos en que las sociedades parecen tener claro hacia donde van y el sentido que tiene la vida, lo cual puede darse por razones religiosas o culturales, pero también por el deseo de regeneración y la necesidad de superar los momentos oscuros de la historia: es lo que ocurrió tras las dos guerras mundiales, con un anhelo de paz muy presente y real. Se puede decir que algo similar ocurrió a fines del siglo XX, tanto en el Viejo Continente como en América Latina, lo que en parte estuvo influenciado por el fin del totalitarismo comunista y de las dictaduras militares.

Todo ello implicó poner la atención en ciertos objetivos, como fue la transición a la democracia y la consolidación de estos regímenes, así como la necesidad de promover mejores condiciones socioeconómicas para las personas. Adicionalmente, en esa línea se inscribe el ideal de unidad de Europa, proceso anunciado hacía décadas, pero que recobró interés tras la caída del Muro de Berlín y la vorágine posterior a ese acontecimiento crucial. De esta forma, la paz anhelada, el gobierno civil, el estado de derecho, la apertura comercial y el libre tránsito facilitaron la integración, la comprensión mutua y la posibilidad real de dejar atrás sinceramente los múltiples enfrentamientos del pasado. Para entonces había esperanza, fiesta, ilusión, una alegría presente y un deseo de felicidad futura. Un siglo dramático y autodestructivo parecía terminar con libertad y progreso, incluso con himnos de victoria.
Con todo, casi cuatro décadas después de esos acontecimientos, la situación ha cambiado. De partida, se perdió la novedad y las expectativas se transformaron en experiencia, en lo que a veces es una cruda realidad: ha habido dos crisis económicas internacionales, que han generado desempleo, quiebras y decepción, además de críticas más amplias contra “el sistema”; la democracia ya no es una esperanza sino una realidad, bastante menos épica que en los años del totalitarismo y las dictaduras; el tedio ha reemplazado a las movilizaciones multicolores y el populismo se ha entronizado en muchas sociedades, transformando el “gobierno del pueblo” en una mezcla de parodia y tragedia. Muchas veces se ha mencionado a la democracia burguesa o popular, a las democracias complejas o participativas, las democracias nacientes o aquellas que se derrumban. A todo ello se suman hoy las democracias cansadas, con menos apoyo que en el pasado y a las cuales los ciudadanos miran muchas veces con indiferencia o incluso con desilusión.
Por cierto, no todo es malo. Las condiciones materiales de vida y la tecnología son considerablemente mejores hoy que hace cuatro décadas, así como lo es el acceso a diversos bienes que permiten vivir mejor. Parece razonable que las sociedades muchas veces privilegien los procesos económicos y políticos, así como los resultados formales obtenidos en diferentes ámbitos: datos de crecimiento del PIB, porcentajes electorales, índices de inmigración, número de nacimientos o defunciones y otros. Todo eso es relevante, pero elude un tema central: ¿para qué? Obviamente, se trata de una pregunta más profunda, que apunta a los fundamentos y a los objetivos, y no solo a los medios y los procesos. En otras palabras, la pregunta propone tener claridad sobre la razón que motiva lo que se hace, y no solo saber lo que efectivamente ocurre; no interpretar los datos como una mera preocupación estadística o material, sino tratar de comprenderlos en su sentido más profundo.
Lo anterior ocurre en la historia muchas veces, y es preciso desentrañar cuáles son los objetivos de cada momento histórico. La obligación es pensar y definir la orientación en cada etapa en la vida de la sociedad. Veamos: en el siglo XIX, no cabe duda de que los países americanos tenían algunas tareas relevantes para aprovechar la nueva coyuntura. Entre dichas convicciones destaca conseguir la Independencia, organizar las repúblicas y fortalecer el patriotismo.
A comienzos del siglo XX surgió el desafío de la cuestión social y de que los países tuvieran la capacidad de asumir las nuevas tareas económicas y sociales, y no solo las políticas o culturales. La pregunta de hoy es ¿cuáles son los desafíos del siglo XXI? ¿Dónde es necesario poner el acento? ¿Cuál es el objetivo que perseguirá la sociedad? Gran parte de los problemas actuales radica en carecer de sentido y olvidar los objetivos, que son ejes sobre los cuales es posible edificar una trayectoria y avanzar. No bastan los números, las estadísticas o los índices, aunque algunos de ellos puedan ser más interesantes (como el Índice de Desarrollo Humano, por ejemplo).
Europa no es solo una acumulación de países, sino que ha sido una historia, tuvo su espíritu, representó una cultura y la transmitió a otros lugares del mundo. Gran parte de esa visión estuvo asociada a la cultura cristiana y a la idea de imperio, que se fueron transformando y que no tienen por qué ser los ideales del presente. Algo similar ocurre en América Latina, que en algunas etapas tuvo un pasado unido y disfrutó ciertos momentos en que confluyeron distintos estados, como fue el proceso de Independencia.
Hoy es posible observar un gran vacío: de ideales, de humanismo, de sentido en definitiva. Sin embargo, no es bueno caer en el pesimismo, pues las cosas están mejor que hace algunas décadas: la gente tiene más oportunidades de desarrollarse, las mujeres participan en más instancias de desarrollo, los jóvenes pueden acceder a más y mejor educación. Quizá sea hora de mirar más a fondo y analizar –respetando la libertad personal y las decisiones nacionales– cuál es el sentido profundo de la vida en sociedad, si es que lo hay, y qué objetivos valiosos es necesario perseguir y lograr. Después de todo, los temas importantes no solo hay que ponerlos en la balanza o en la huincha de medir, sino que es preciso darles un contenido que convoque, incluya y conduzca hacia un destino mejor.

