La crisis de la democracia es un tema recurrente en este primer cuarto del siglo XXI. Si la centuria anterior terminó con una inmensa confianza en la democracia y en la economía libre –que resumió muy bien Francis Fukuyama en su tesis del “fin de la historia”, que se habría producido en el plano ideológico–, pronto algunas situaciones contribuyeron a matizar las visiones más optimistas del liberalismo.
Una de ellas fue el atentado contra las Torres Gemelas, del 11 de septiembre de 2001, que parecía ese choque de civilizaciones que había advertido Samuel Huntington. Otro fue el establecimiento del Socialismo del siglo XXI, en la otrora próspera Venezuela, bajo el liderazgo de Hugo Chávez y que desde el principio adoptó una dimensión latinoamericana. A lo anterior podríamos sumar otras cosas: la difuminación del peligro que había representado el comunismo durante la Guerra Fría, la dificultad de cumplir con los anhelos de la población con la llegada de la democracia, la irrupción de problemas nuevos en materia política, así como algunas crisis económicas que suscitaron críticas contra el sistema.
Por lo mismo, hoy podemos ver algunas contradicciones que nos llevan a pensar y que han puesto en jaque a las democracias. Desde luego, el sistema de libertad política hoy es una realidad y no una simple promesa; en términos generales, además, se presenta en casi todo el mundo como una aspiración o un modelo que es necesario mantener, aunque requiera adaptaciones y reformas. No obstante, su existencia es bastante más difícil de lo que sus defensores prometen o de lo que los pueblos esperan; la democracia soluciona algunos asuntos de manera clara –la resolución pacífica de los conflictos o la elección de autoridades, por ejemplo– pero sobre otros asuntos no tiene capacidad, rapidez o éxitos nítidos: la felicidad de las personas, la situación económica o el combate al crimen. Por cierto, podría decirse que no corresponde a la democracia garantizar esas situaciones, pero también es cierto que la promesa democrática muchas veces aparece omnicomprensiva, con las consecuencias que ello implica.
Muchas veces nos han advertido sobre los problemas de la democracia, así como nos han mostrado sus enemigos al descubierto. ¿Cuáles son los enemigos de la democracia, como en pasado fueron los golpes militares o las revoluciones comunistas? Primero, es clave comprender que las dificultades no son similares a las del pasado y los adversarios no son tan nítidos. Ahí toman especial relevancia el populismo, la polarización, las pulsiones autoritarias y la persistencia de la pobreza. El populismo exalta las pasiones y desprecia las instituciones; la polarización refleja una mayor enemistad que podría llevar incluso a disolver el pacto social ante la primacía de la discordia; el autoritarismo emerge como alternativa de solución y la miseria contribuye a acrecentar las protestas. Como es obvio, muchas de esas cosas forman parte de la democracia, pero la apelación al pueblo o las diferencias de posturas no pueden ser a costa de la destrucción de las instituciones, así como el crecimiento económico y el progreso social deben ser condiciones de una democracia sólida.
¿Cómo enfrentar la crisis de la democracia en el mundo contemporáneo? Suele suceder, y este es el caso, que no hay recetas de manual ni soluciones universales para enfrentar las dificultades de la vida en sociedad. Sin embargo, es preciso contar con ciertas ideas y soluciones que permitan enfrentar una crisis con mayores posibilidades de éxito.
Una cuestión clave es comprender que el problema no es simple, sino que las democracias deben entender la complejidad de las sociedades y del régimen político. Lo ha planteado muy bien el filósofo español Daniel Innerarity en su libro Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI (Galaxia Gutenberg, 2020). La obra incluye temas tan variados como “la gestión colectiva de la incertidumbre”, la relevancia de las ideas que provienen de diferentes marcos cognitivos o de formación profesional, un Estado adecuado y una democracia “más democrática”, estable y duradera.
Otro tema crucial, muchas veces olvidado, se refiere a la necesidad de que la democracia sea un régimen efectivo y exitoso, que logre resultados favorables y en un tiempo breve en temas cruciales para la población, como son la economía, el bienestar y la seguridad. El caso de América Latina es interesante, al menos en dos aspectos. El primero es el fracaso económico persistente, que lleva a un eventual desafecto hacia el sistema, con tal de lograr superar esa situación. Lo mismo ocurre, y con mayor claridad, con el crecimiento de la delincuencia, como muestra el caso de El Salvador de Bukele. Las personas y la sociedad se muestran dispuestos a reducir su ámbito de libertades precisamente porque un gobierno, que puede ser eventualmente autoritario, se muestra más capaz de resolver problemas graves, en un tiempo breve y garantizando a la población una realidad de seguridad más que una promesa de una libertad que no es posible ejercer en medio de la delincuencia generalizada.
Cuando las sociedades latinoamericanas valoran más a gobernantes como Bukele que a otros no necesariamente quieren el autoritarismo, sino que detestan la imposibilidad de vivir en paz, la expansión de la criminalidad y los anuncios repetidos, vacíos e incapaces de resolver los problemas reales de la población. La crisis de la democracia existe, pero no es terminal; los problemas están a la vista, pero no son insolubles; la crítica es real, pero no necesariamente busca populismo o autoritarismo, sino que es un reclamo de libertad efectiva y de paz.
En lo esencial, la democracia tiene las mismas instituciones desde hace un par de siglos. La dirigencia política y los partidos no se caracterizan por su creatividad ni su capacidad para enfrentar los desafíos contemporáneos. Al menos, el conjunto del sistema político debería captar y resolver una cuestión crucial: si los problemas serán resueltos dentro de la democracia o si los ciudadanos mirarán hacia otras fórmulas, ante la incapacidad de resolver sus problemas más graves y la incapacidad para enfrentar la complejidad del mundo contemporáneo.