Los negocios ligados a la agricultura son frecuentemente negocios familiares y, sobre todo, íntimamente ligados con las aventuras y desventuras del fundador, quien construye con y sobre ellos los cimientos del futuro de su descendencia, o al menos suele soñar con ello. La tierra abundante es un patrimonio no sólo valioso, sino visible, vivible y profundamente generador de arraigo, reuniendo en un solo lugar tres grandes afanes de un ser humano: amor, dinero y realización.
La pasión de estos fundadores se desborda constantemente en su quehacer, creando cauces donde no los había, empujando con insistencia contra toda resistencia, inyectando energía a una actividad demandante de constancia, tenacidad y resiliencia. A veces, esta pasión se desborda por ramblas que causan dolor y frustración a sus cercanos, pero pocas veces he visto que por ello mengüe en algo el ahínco del empresario.
La etapa de formación del negocio es igual de cautivadora que la de un hijo, llena de novedad, sorpresas y gratificaciones que compensan el enorme esfuerzo invertido en hacerlo crecer. Es la etapa en que la figura del fundador se esculpe, graduándose de empresario y padre de su negocio. Se llena de miradas, de agasajos, de respeto y admiración, y el personaje comienza lentamente a desplazar y postergar a la persona. Ya no es el fundador, es don fundador.
Esa fuerza que permite arremeter y continuar se va extinguiendo imperceptiblemente con el tiempo, fruto del cansancio que viene con la edad, de la conformidad con lo que se ha hecho, del miedo a cuestionar las creencias que construyeron la empresa y al empresario, y del amor propio que vierte gotas de desdén en la visión del entorno. Como un cáncer, los factores de obsolescencia comienzan a infectar lentamente los distintos rincones del negocio que, robusto, por largo tiempo es capaz de sobrellevar con entereza la carga que comienza lentamente a acumularse, hasta que esta se hace demasiado pesada.
El desgaste del fundador se transforma en desgaste del negocio que formó mucho antes de que sea capaz de verlo. La omisión y los errores roen de a centavos en un comienzo, hasta que han debilitado suficientemente las estructuras para poder arremeter y destruir valor por grandes cifras. Personas inadecuadas, abandono de la innovación, descuido del cliente, ninguneo de la estrategia, menosprecio de los riesgos, sobrevaloración del pasado y, sobre todo, sobrevaloración de tener la razón. Son rasgos de la enfermedad que se acentúan por ceguera más que por entendimiento.
Con la constatación de que el desgaste existe, el fundador tiende a resolver con fuerza pero sin dolor. Se abre a que intervengan su negocio en las áreas que desconoce, incorporando más con curiosidad que con convicción las nuevas prácticas que le han prometido mejorarán la competitividad y rentabilidad, pero siempre manteniendo control sobre el poder de decisión y resguardando lo que bajo sus creencias han sido, son y serán las claves de su éxito. Impensable sería que el mismo fundador que creó e hizo crecer el negocio, junto con las prácticas que lo hicieron posible, sean hoy la primera fuente de obsolescencia de la empresa. Una tras otra las iniciativas de profesionalización de la administración y el gobierno, los proyectos de mejora continua, los ejercicios externos de planificación estratégica, van pasando con total intrascendencia ante la falta de voluntad para reconocer la primera fuente del desgaste, entregar poder a la estructura organizacional, y abrirse disruptivamente a la idea de que el futuro lo deben fundar otros fundadores, probablemente en base a otros preceptos.
La vida incluye el desgaste, poblando nuestros cuerpos de arrugas y canas, y nuestras mentes de olvido y terquedad, y en la medida que hacemos a las empresas una extensión de nuestras vidas, les endosamos el peso de la obsolescencia de nuestras propias capacidades. Ligar la felicidad a mantenerse unido a lo que se ha creado en el pasado, ya sean hijos, ya sea su propio negocio, puede ser el principal factor de desgaste en el largo camino del fundador. Abrirse disruptivamente a la idea de que el futuro lo deben fundar otros —probablemente con otros preceptos— y encontrar nuevos proyectos personales para agregar valor en base a lo que se puede ofrecer hoy —distinto a lo que se ofreció en el pasado— debe ser el principal objetivo estratégico de quien quiere seguir construyendo y no quitarle vida a lo que ya construyó.