Atracción frutal
MODAS Y OBSESIONES

Atracción frutal

A lo largo de la historia, diferentes frutas y verduras se han puesto de moda encendiendo pasiones y desatando verdaderas locuras colectivas. Acá recordamos tres casos en que el deseo y obsesión por un producto hortofrutícola se volvió incontenible.


Por John Paap

Modas, locuras, fiebres, obsesiones… llámalo como quieras… siempre hay algo que todos “deben” tener. A menudo, ni siquiera podemos explicar por qué lo queremos. Simplemente sabemos que todos los demás lo quieren y, por lo tanto, “¡yo también!”. Lo hemos visto con los zapatos (¿recuerdas las Ugg?), con los aparatos electrónicos (admito que hice esperar a mi esposa durante horas en la fila para conseguir el primer iPad en 2010… y sí, todavía lo menciona), e incluso con los productos hortofrutícolas, como la locura que generó el kale (o col rizada) algunos años atrás.

Pero, ¿es este tipo de obsesión colectiva una invención moderna? ¿Una consecuencia del consumismo y la era de Instagram? Sorprendentemente, no. La gente ha estado fascinada por aquel “producto imprescindible” durante siglos.

A lo largo de la historia, diferentes frutas y verduras se han puesto de moda encendiendo pasiones y desatando verdaderas locuras colectivas. Acá recordamos tres casos en que el deseo y obsesión por un producto hortofrutícola se volvió incontenible. Dado que si estás leyendo esto es muy probable que seas parte del mundo de las frutas y verduras, te invito a revisar tres curiosos momentos de la historia en los que estos productos no fueron solo alimentos, sino símbolos de estatus.

PIÑA: UN DESEO ARISTOCRÁTICO

Tras lo que se consideró un primer viaje exitoso, Cristóbal Colón regresó a América en 1493, esta vez con una misión clara: establecer colonias, convertir a los pueblos indígenas al cristianismo e introducir el ganado europeo. De regreso a España en 1496, Colón llegó con regalos para sus mecenas reales, el rey Fernando y la reina Isabel. Entre el oro, las perlas, las flores y los nativos secuestrados, llevaba un objeto particularmente curioso: una piña que logró sobrevivir al viaje. Las demás habían perecido durante la larga travesía marítima. Al probar esta exótica fruta, el rey Fernando declaró: “Su sabor supera al de todas las demás frutas”. Un gran elogio, sin duda, pero solo una anécdota si se compara con la fiebre que estaba por venir.

A lo largo del siglo XVI, mientras los exploradores europeos cruzaban el Atlántico en busca de gloria y fortuna, entre la élite circulaban historias de plantas exóticas y riquezas inimaginables. Una de las maravillas botánicas que más llamaba la atención era la piña: dulce, espinosa y sorprendentemente desconocida. Dada la dificultad de transportar la fruta a través del océano, la piña se convirtió en un lujo reservado para la realeza y las altas esferas de la sociedad.

En 1668, el rey Carlos II de Inglaterra hizo gala del poder simbólico de la piña. Para impresionar al embajador francés de visita, Carlos mandó traer una piña desde Barbados (en aquel entonces colonia inglesa) y la colocó en lo más alto de una suntuosa exhibición de frutas durante la cena. El mensaje era claro: Inglaterra podía obtener esta fruta rara y codiciada, Francia no. A partir de ese momento, la piña se convirtió en el ícono predilecto de Carlos para exhibir su riqueza y poder. En 1675, incluso mandó a pintar un cuadro donde figuraba su jardinero, John Rose, regalándole una piña. Esta escena, sin embargo, era completamente ficticia, ya que nadie en Inglaterra había logrado cultivar piñas, y Rose ya había fallecido cuando se realizó el retrato.

A medida que se intensificaba la competencia entre las potencias europeas en América, las piñas se convirtieron en símbolos de poder imperial. Si un país conseguía piñas, significaba dominio global. Esta dinámica cambió en 1682, cuando los holandeses construyeron su primer invernadero y, a finales de siglo, cultivaron con éxito una piña en Europa. Para no quedarse atrás, los ingleses siguieron el ejemplo y para 1715 ya habían logrado cultivar la suya. Y así comenzó la verdadera fiebre de la piña.

Acaudalada por la riqueza de sus hazañas coloniales, la aristocracia británica tenía los medios y el tiempo para dedicarse a nuevas aficiones. El cultivo de piñas se convirtió en una obsesión de moda. Pero cultivar piñas en el clima inglés no era fácil ni barato. Requería invernaderos especializados (llamados “pineries”), personal disponible las 24 horas y una paciencia inmensa. Cultivar una sola piña podía llevar hasta cuatro años. ¿El costo?: aproximadamente 8.000 dólares por piña en moneda actual. Con ese valor, no sorprende que pocas se cultivaran para consumo. Estas piñas eran trofeos, destinados a deslumbrar a los invitados en banquetes y a demostrar el gusto refinado y la capacidad económica de cada uno.

Pero, incluso con vastos recursos, el éxito no estaba garantizado. Muchos pinares de aristócratas no producían fruta, lo que dio lugar a expresiones alternativas. Los motivos de piña comenzaron a aparecer por todas partes: tallados en postes de portones, sobre fuentes, pintados sobre porcelana e incluso incorporados al diseño de carruajes tirados por caballos. La fruta se había convertido no solo en un manjar, sino en un ícono de la identidad de la élite.

A medida que se intensificaba la competencia entre las potencias europeas en América, la piña se convirtió en símbolo de poder imperial. Si un país conseguía piñas, significaba dominio global.

La fiebre de la piña pronto se extendió a las clases medias y bajas. Aunque no podían permitirse cultivarla ni comprarla, encontraron maneras de participar de la moda. Empezaron a surgir tiendas de alquiler de piñas, que ofrecían la fruta para exhibirla brevemente en cenas antes de ser devuelta, a menudo para alquilarla una y otra vez hasta que se pudriera. Algunos tomaron medidas más drásticas. Circulaban historias de ladrones que entraban en invernaderos para robar piñas, con la esperanza de venderlas rápidamente y obtener una ganancia inesperada. El simple hecho de caminar por la calle con una piña podía convertirte en objeto de envidia o sospecha.

Para la mayoría de la gente, lo más cerca que estaban de una piña real era a través de la imitación. La piña aparecía en papeles pintados, cubiertos, muebles, vestidos e incluso moldes para postres. Se convirtió en un símbolo aspiracional, de elegancia inalcanzable.

Con el tiempo, el auge de los barcos de vapor y la refrigeración hizo que el transporte de fruta tropical fuera más seguro y confiable. A finales del siglo XIX, las piñas se volvieron accesibles para el consumidor promedio, y la moda de la élite se desvaneció. Sin embargo, su legado perdura. Basta con mirar la final de Wimbledon, donde el trofeo del campeón (diseñado a finales del siglo XIX) está coronado nada menos que con una piña. Pocos saben el por qué; pero ahora tú sí.

LOCOS POR EL APIO

Resulta difícil creer que la humilde base de la merienda de un niño —palitos de apio con mantequilla de maní y pasas— fuera en su día un poderoso símbolo de riqueza y sofisticación. Pero el apio —sí, el apio— disfrutó en su día de un momento de glamour entre la élite. Mientras la aristocracia inglesa se obsesionaba con las piñas, otra moda se arraigaba silenciosamente, esta vez, en el huerto.

A principios del siglo XIX, el apio comenzó a cultivarse en los humedales pantanosos de la región inglesa de Anglia Oriental. Pero a diferencia del huerto común, el apio era notoriamente difícil de cultivar. Su naturaleza caprichosa significaba que pocos podían producirlo con éxito, lo que, según la lógica de la época, lo hacía aún más deseable para las clases altas. Después de todo, la rareza era el símbolo de estatus por excelencia.

El atractivo del apio no residía solo en su escasez. Durante siglos, se le atribuyeron poderes medicinales, tratando todo, desde la indigestión y el insomnio hasta la ansiedad y el dolor.

Sí, el apio fue en su día más caro que el caviar. No es de extrañar que figurara en el menú de primera clase del Titanic.

Algunos incluso afirmaban que era afrodisíaco, y todos sabemos cuánto les encantaba a las clases altas una excusa para comer algo beneficioso.

A medida que el apio se introducía en los salones y mesas de los comedores de los ricos, rápidamente se convirtió en la estrella del espectáculo, literalmente. En las cenas, el apio no solo se servía, sino que se exhibía. Los tallos se colocaban en posición vertical, con hojas y todo, en altos recipientes de vidrio con forma de tulipán, conocidos como jarrones de apio. Estos elegantes centros de mesa convertían la verdura en una especie de ramo comestible. Para la década de 1830, ninguna mesa victoriana estaba completa sin uno. Durante algunas décadas, el apio se destacó en estos jarrones hasta que los gustos cambiaron y los platos de apio —bandejas largas y estrechas— se convirtieron en el nuevo estándar. El vegetal tuvo que recostarse, pero su estatus se mantuvo alto y erguido.

Y si bien los victorianos admiraban el apio visualmente, también disfrutaban genuinamente comiéndolo. Los libros de cocina desde la década de 1830 hasta principios de 1900 están llenos de recetas que presentan el apio como un plato en sí mismo: servido solo, aderezado, cocinado en salsa ligera, horneado en guisos o incluso usado como limpiador del paladar después del pescado. ¿Les suena familiar? Esto podría explicar cómo el apio terminó junto a las alitas de pollo.

La fama del apio no se detuvo en el Canal de la Mancha. En la década de 1870, los inmigrantes holandeses en Kalamazoo, Michigan, comenzaron a cultivarlo comercialmente. El cultivo prosperó, y pronto Kalamazoo se ganó el apodo de “Ciudad del Apio”. Los estadounidenses se enamoraron de esta verdura de tallo verde, y para la década de 1890, el apio se enviaba a todo el país. En la ciudad de Nueva York, los mejores chefs elaboraban platos a base de apio, como patito alimentado con apio, puré de apio, apio frito e incluso té de apio. En los menús de los restaurantes de la época, el apio se vendía a 35 centavos, un precio más alto que el caviar (25 centavos) o los rábanos (10 centavos). Sí, el apio alguna vez fue más caro que el caviar. No es de extrañar que llegara al menú de primera clase del Titanic.

Pero como ocurre con la mayoría de los cultivos de lujo, las cosas empezaron a cambiar. Para la década de 1930, la producción de apio experimentó un auge en Florida y California, lo que permitió que esta hortaliza estuviera ampliamente disponible durante todo el año. Su misterio exótico se desvaneció y la mayoría de los agricultores recurrieron a una única variedad fiable: el Giant Pascal, el mismo que se encuentra hoy en los supermercados. El apio, antaño símbolo de opulencia, se había convertido en una hortaliza más en la bandeja de las fiestas.

Sin embargo, el apio no ha pasado a un segundo plano por completo. En 2019, resurgió inesperadamente gracias a la fiebre del jugo de apio, promocionado una vez más como panacea o cura milagrosa. Quizás a este hilachento tallo aún le queden algunas batallas por delante. Después de todo, si algo nos ha demostrado la historia, es que el apio tiene un don para la reinvención.

En las décadas de 1940 y 1950 la dieta tenía una nueva estandarte: Marilyn Monroe. La diva afirmaba que se podía comer prácticamente de todo, siempre que se empezara el día con medio pomelo.

LA DIETA DEL POMELO

Las modas dietéticas no son nada nuevo. De hecho, la primera dieta importante en Estados Unidos se remonta a la década de 1830, cuando un ministro presbiteriano promovió una dieta vegetariana baja en sal y grasas. Pero esa no es la dieta que destacaremos aquí.

Esta historia comienza casi un siglo después, en la década de 1930, y se centra en Hollywood y una fruta relativamente nueva en el paladar estadounidense: la toronja o pomelo.

Los orígenes de esta dieta no están muy claros. Los historiadores no la han atribuido con certeza a una sola persona, pero corren rumores en torno a la legendaria actriz Ethel Barrymore, tía abuela de Drew Barrymore. Se dice que Ethel pagó 500 dólares al Dr. William James Mayo —famoso por la Mayo Clinic— y a su hermano para que crearan una dieta para bajar de peso solo para ella. ¿El plan que supuestamente idearon? Un régimen rico en proteínas y grasas, acompañado de pomelo en cada comida.

Con el paso de los años surgieron variaciones de la dieta, pero todas compartían una regla común: comer medio pomelo o uno entero en el desayuno, el almuerzo y la cena. El azúcar, los cereales y las verduras con almidón estaban estrictamente prohibidos. El pomelo era la estrella. Entonces, ¿qué hacía a esta fruta tan especial?

Bueno, en realidad, el pomelo todavía era una novedad en Estados Unidos. El primer vivero de toronjas de Florida se plantó en 1870. Luego, en 1910, los agricultores descubrieron un árbol que producía pomelos rosas. Fue un descubrimiento que cautivó al público. Para 1929, el pomelo Ruby Red llegó oficialmente al mercado y los estadounidenses quedaron fascinados. No solo tenía un aspecto y un sabor atractivos, sino que empezó a circular el rumor de que contenía una enzima mágica quemagrasa. Que conste que no la contiene.

Pero Hollywood no es precisamente un lugar donde la precisión científica se interponga en el camino de una buena tendencia. Con una fruta que se veía fresca, sabía deliciosa y prometía una pérdida de peso sin esfuerzo, la dieta del pomelo despegó en Hollywood. Y, como tantas tendencias de famosos, pronto se popularizó entre el público general.

Para las décadas de 1940 y 1950, la dieta tenía una nueva estandarte: nada menos que Marilyn Monroe. La diva afirmaba que se podía comer casi cualquier cosa, siempre y cuando se empezara el día con medio pomelo.

Sin embargo, la dieta fue perdiendo popularidad a lo largo de las décadas, aunque nunca desapareció por completo. En la década de 1980, resurgió como “10-day, 10-pounds-off diet” (la dieta de 10 días para bajar 10 libras), y las versiones modernas admiten no solo la fruta, sino también el jugo de pomelo sin azúcar.

Pero aquí está el truco: si estás perdiendo peso con la dieta del pomelo, no es por alguna enzima mítica. Es porque la dieta en sí misma tiene una restricción calórica severa, que a menudo solo alcanza las 500 calorías al día. Eso no es magia para quemar grasa; eso es inanición. Claro, perderás peso, pero no es sostenible ni saludable a largo plazo.

Dicho esto, no hay nada de malo en comer más pomelo —ni cualquier fruta, en realidad— siempre que lo hagas de forma equilibrada y nutritiva. Simplemente no esperes que sea la panacea.

Hoy en día, la tendencia de obsesionarse con las frutas y verduras continúa. Ya sean las fresas japonesas a 19 dólares o la tostada de palta en Instagram, las modas basadas en frutas y verduras frescas siguen vigentes.
La pregunta es: ¿cuál será la próxima gran tendencia? El tiempo lo dirá. Pero si la historia nos ha enseñado algo, es que las frutas y verduras siempre encuentran la manera de cautivar nuestra imaginación, apetito… y deseo.

John Paap es gerente de Sostenibilidad y Marketing de Marca en Jac. Vandenberg Inc. y copresentador de la serie “History of Fresh Produce” en The Produce Industry Podcast.

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