¡Dumping! Un juicio que pudo cambiar la historia
CRÓNICAS DE LA INDUSTRIA

¡Dumping! Un juicio que pudo cambiar la historia

En marzo de 2001, productores de California acusaron a los exportadores chilenos de colocar uva en el mercado estadounidense a precios por debajo de sus costos de producción. Esta es la crónica de una tormenta de alta intensidad, que pudo provocar una debacle en la industria vitícola del país sudamericano.


Por Danilo Phillipi | Ilustraciones: Ítalo Ahumada

La sala del tribunal en California está sumida en un silencio sepulcral. El murmullo previo ha desaparecido tan pronto el juez ha ingresado, y ahora el aire parece estancado, denso, cargado de una tensión casi palpable. Al otro lado de los ventanales del U.S. International Trade Commission (ITC), la mañana gris avanza sin novedades, aunque dentro del recinto el tiempo parece haberse detenido. Es abril de 2001, pero el conflicto que se dirime en estas cuatro paredes es el eco de una batalla que lleva años gestándose.

En el centro de la sala, la figura de David Holzworth, el abogado norteamericano contratado por los exportadores chilenos, se alza como un tótem, seguro, imperturbable. Holzworth, comprende el peso del momento. La acusación de dumping, esa palabra que flota como un fantasma sobre la sala, no es solo una disputa comercial, es un intento de aniquilación.

A la izquierda del juez, los integrantes de la delegación chilena se ven inquietos, como si hubieran aterrizado de golpe en un escenario hostil. Los trajes bien entallados no logran esconder del todo su nerviosismo. Cruzan miradas rápidas entre ellos y con sus oponentes, como si buscaran confirmar que el enfrentamiento no es un mal sueño, sino la cruda realidad de estar bajo el implacable ojo de la ley estadounidense. Entre ellos, destaca Ronald Bown, el recio presidente de la Asociación de Exportadores de Frutas de Chile, ASOEX, que observa la escena con el semblante endurecido. De pronto, siente el mismo escalofrío que subió por su espalda aquella calurosa tarde de marzo, cuando después de una jornada plagada de reuniones leyó estupefacto la carta que les notificaba la demanda.

A su derecha, sonríe impaciente Arturo Costabal, el perspicaz y siempre afable director ejecutivo de Unifrutti. Más allá, Sergio Barros, con ese aire de noble inglés que lo distingue, asiente casi de manera imperceptible una acotación en sotto voce que le desliza el abogado. Hombre ilustrado, de modales y oratoria refinadas, el fundador y presidente de la exportadora Río Blanco ha jugado un rol clave en la elaboración de la estrategia de defensa, ordenado la información y dotándola de retórica y coherencia argumental.

Del otro lado de la sala, los productores de uva de California permanecen con una expresión adusta. Son dieciocho en total, todos con rostros duros, curtidos por años de sol y trabajo en los viñedos. Conocen bien a los chilenos, han compartido congresos y seminarios, incluso cordiales visitas técnicas, tanto en Chile como en su tierra, Coachella, el desértico valle que habían convertido en un vergel de desarrollo. Pero hoy, esa camaradería ha quedado enterrada bajo una montaña de papeles, reproches y un conflicto que nadie esperaba llegara tan lejos. Ni siquiera ellos. Aunque sienten que han construido un caso sólido, hay algo en la seguridad de aquel hombre al otro lado de la sala que los inquieta más de lo que quisieran admitir.

La confianza no es la misma de hace un par de semanas, cuando el Senado norteamericano, tras una larga campaña de presión, acogió finalmente su reclamo. Las manos se mueven nerviosas sobre la mesa, mientras escuchan a Holzworth rebatir una a una sus acusaciones. —Señor juez, permítame señalar que los argumentos presentados por la parte acusadora carecen de fundamento —dice Holzworth, pausado, mirando directamente a los ojos del magistrado—. Lo que aquí se está alegando como dumping no es más que el resultado de las fuerzas naturales del mercado. Los precios que mis clientes manejan son justos y reflejan la competitividad inherente a la industria global. Su voz es tan fría como el acero, afilada y precisa.

Ronald Bown se mantiene imperturbable, aunque internamente siente el mismo cosquilleo que afecta a sus adversarios. Sabe que, por más convincente que sea Holzworth, todo está en manos del tribunal de la ITC. Uno puede preparar las armas, pero es la justicia la que las blande.

Finalmente, el magistrado, un hombre de rostro pétreo y mirada insondable, ajusta sus gafas y solicita silencio. Los murmullos cesan. Desde su podio elevado, observa a ambos lados de la sala, como si evaluara no solo los argumentos, sino también a los hombres que los presentan.

—He escuchado las consideraciones de ambas partes —dice con voz grave—. Y no duden que este tribunal evaluará muy seriamente las implicaciones de este caso, no solo para los afectados directos, sino para el comercio internacional en general. Las pruebas y la legislación serán revisadas con la mayor precisión posible… El fallo, se emitirá en las próximas semanas.

El juez se pone de pie y la sala queda inmersa en una calma perturbadora, casi opresiva, mientras todos se preparan para lo inevitable: la espera.

Afuera, el cielo de California, como pocas veces, continúa teñido de tonos grises. Nadie sabe cómo estará al día siguiente…

UNA TENSIÓN DE LARGA DATA

El conflicto entre los productores de uva de California y los exportadores chilenos no surgió de la noche a la mañana. Los primeros indicios de malestar comenzaron a gestarse en los años 80, cuando Chile, después de la liberalización de su economía, empezó a emerger como una potencia frutícola a nivel mundial. En ese entonces, la uva chilena, de gran calidad y a precios altamente competitivos, comenzó a inundar el mercado norteamericano. Lo que al principio fue visto como un buen negocio para los comercializadores locales, pronto fue percibido como una amenaza por los productores californianos, acostumbrados a dominar el mercado interno sin mayor contrapeso.

A medida que las importaciones de uva chilena subían, las ventas locales disminuían. Para 2001, los productores californianos se sentían acorralados y decidieron actuar. La acusación formal: dumping, o la práctica de vender uvas a precios por debajo de sus costos de producción, lo que, según ellos, estaba destruyendo su industria.

Lo que al principio fue visto como un buen negocio para los comercializadores locales, pronto fue percibido como una amenaza por los productores californianos.

En Chile, la noticia cayó como una bomba. La industria frutícola, particularmente los exportadores de uva, entraron en pánico y algunos se vieron al borde del colapso. Las cosas habían llegado a este punto tras años de tensiones acumuladas, y la acción de los californianos podía aniquilar a un sector que se había erigido como un pilar del despegue económico del país. En la mente de muchos aún estaba fresco el incidente de las uvas “envenenadas” con cianuro de 1989, cuando una acusación sin fundamento había devastado temporalmente la industria chilena, generando pérdidas millonarias y dañando su reputación internacional. Ahora, aunque el contexto era distinto, el miedo era el mismo.

Una de las grandes preocupaciones que rondaba en el ambiente, era que la entidad llamada a resolver la controversia no fuera precisamente imparcial, siendo Estados Unidos juez y parte en la causa. Y había una estadística demoledora: desde 1998 a la fecha, la ITC había acogido cerca de 800 acusaciones de dumping, de las cuales más del 80 por ciento habían sido ganadas por los productores norteamericanos.

Pero, por muy cuesta arriba que fuera la cancha, la partida no se podía perder antes de disputarla. Ronald Bown llevaba once años a la cabeza del gremio y comprendía perfectamente el impacto devastador que podía tener la acción de los californianos. Rápidamente convocó a los líderes de la industria y conformó una comisión ejecutiva. Sergio Barros, con su meticulosidad y conocimiento jurídico, fue llamado a articular la estrategia de defensa. Arturo Costabal, un hombre de gran capacidad organizativa, se encargó de reunir la información necesaria para el caso. También jugaron un rol importante los directores Francisco Letelier y Eugenio Silva, y el gerente de la asociación, Miguel Canala-Echeverría. Todos sabían que la contienda no sería fácil, pero también confiaban en que las pruebas estaban de su parte y que junto a Holzworth podían construir una defensa consistente.

Hoy, a 23 años del suceso, Ronald recuerda que, aunque la acusación fue un golpe duro y hasta cierto punto inesperado, tenían claro que una acción de ese tipo podía caer en cualquier momento. —La relación con los productores de California venía muy compleja hacía años —relata Bown, hoy retirado de sus funciones en ASOEX—. Incluso habían venido varias veces a Chile a indagar cómo se producía acá, a conocer nuestras medidas de control sanitario, en fin, así que sentíamos que, eventualmente, las cosas se podrían complicar por cualquier motivo.

A fines de los 90, en medio de esta “paz armada”, Bown, Costabal y Barros viajaron varias veces a Washington y California con el objetivo de descomprimir el ambiente. Sostuvieron intensas reuniones no solo con los productores californianos, sino que también con autoridades, tanto de la embajada chilena como del gobierno estadounidense. Sin embargo, ninguna de estas gestiones logró evitar las primeras escaramuzas.

Un día, en medio del ajetreo de uno de estos viajes, llegó a manos de Bown un periódico agrícola de Coachella. En su interior, a página completa y a todo color, un anuncio rezaba: “Warning, the pirates are back!”. El detalle hacía referencia al “grave daño” que la uva chilena le estaba infringiendo a la industria de California, desplazando a la producción local y afectando los empleos y los márgenes de ganancia. La batalla comunicacional había comenzado. —El articulador de toda esta campaña mediática era el entonces líder de los productores de uva de mesa de Estados Unidos, un tipo durísimo, con quien yo había dialogado muchas veces, y que sin embargo jamás abandonó su posición de intransigencia, recuerda Bown.

De esta manera, los productores californianos comenzaban a preparar el ambiente para la que sería su próxima jugada: la petición de dumping frente al Congreso… una chispa capaz de incendiarlo todo.

Tal acción, además, ocurría en un contexto particular. Chile y Estados Unidos estaban inmersos en intensas negociaciones para acordar un tratado de libre comercio, y muchos en la industria chilena veían la acusación como una maniobra política, un intento de presión para imponer términos más estrictos en el acuerdo. El presidente chileno, Ricardo Lagos, llevaba apenas un año en el poder, y la relación con Washington era de suma importancia para su gobierno. La Casa Blanca en tanto, hacía dos meses había cambiado radicalmente de color y estilo presidencial, pasando del demócrata Bill Clinton al republicano George W. Bush.

La entonces canciller Soledad Alvear, por esos días declaraba a la prensa que “lo ocurrido refuerza la necesidad de que avancemos en un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, por cuanto el tema de la legislación antidumping está sobre la mesa de discusión, así como la necesidad de generar un organismo transparente de resolución de controversias”.

La industria frutícola chilena, uno de los pilares de la economía nacional, no podía permitirse perder acceso al mercado norteamericano. Las implicaciones de un fallo adverso serían devastadoras: altos gravámenes y restricciones que harían inviable la exportación de uvas a Estados Unidos. ¿Podría el adalid del libre mercado avalar lo que para muchos era una acción de proteccionismo evidente?

LA LIGA DEL DESIERTO

Arturo Costabal hoy se encuentra alejado de la exportación de fruta; también de las disputas comerciales. Aunque abocado a sus proyectos personales, no le cuesta mucho recordar aquellos crispados años en que la industria chilena de la uva se vio constantemente asediada por California. Para el entonces director ejecutivo de Unifrutti, es claro que el origen de éste y todos los conflictos de esa época no fue una situación de dumping ni práctica desleal alguna, sino que la amenaza real que representaba la fruta chilena para los productores locales. —El problema se originó en las puntas —aclara de entrada—. Al comienzo las cosas anduvieron bien, a los gringos les acomodaba que nosotros llenáramos el vacío que ellos no podían cubrir. Era un win-win, porque entre todos promovíamos que la uva se consumiera. Pero, poco a poco comenzamos a incomodar.

Fue la uva chilena temprana, la que llegaba desde el desierto de Copiapó a comienzos de diciembre, lo que encendió las primeras alarmas. Mientras la uva californiana languidecía, la chilena desembarcaba con un brillo irresistible, crocante y jugosa. Fresh new crop… Vestida con un slogan que dejaba poco a la imaginación, la “chica bonita del sur” conquistaba a retailers y consumidores provocando la ira de los productores californianos.

El celo local pronto se vio amplificado por la uva chilena “de guarda”, o tardía, que competía directamente con las producciones de Coachella. Fueron los agricultores de este valle, agrupados en la poderosa Desert Grape Growers League of California, quienes solicitaron, ante el Senado norteamericano, la aplicación de la legislación antidumping en contra de las exportaciones chilenas.

Para Costabal, el objetivo de la “Liga del Desierto” era claro: restringir la ventana chilena al máximo posible. Así, la acusación de dumping fue la culminación de una seguidilla de trabas que se fueron imponiendo progresivamente a las exportaciones chilenas, donde la más lesiva sin duda fue la exigencia de fumigación para las regiones de Atacama, Coquimbo y Valparaíso. —La fumigación con bromuro de metilo siempre fue una medida comercial más que sanitaria —apunta—, porque lo que hacía era acortar la vida de la fruta chilena y encarecer nuestros envíos al mercado estadounidense. Ese era su real propósito.

Pero los californianos querían ir aún más allá, y comenzaron a presionar a las autoridades de su país para que establecieran un marketing order a las importaciones de uva chilena y, de esta manera, acortar el periodo de ingreso de seis a tres meses.

En medio de este ambiente convulsionado se llegó a marzo de 2001. Habían transcurrido doce años desde la crisis del cianuro, y nuevamente la industria de la uva chilena era llevada al banquillo de los acusados. —Cuando nos enteramos de la demanda sentimos rabia, impotencia, pero sobre todo pánico… éramos como niños frente a un monstruo imposible de derrotar.

Para los chilenos, la demanda carecía de fundamento. En primer lugar, la ley norteamericana determinaba que, para llevar adelante una acusación por dumping, dicha falta —si es que la hubiera— debía afectar al menos a un 25% de los productores de Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de que los productores de Coachella representaban apenas el 7% nacional, la ITC de todas maneras acogió el requerimiento de la Desert Grape Growers League.

Pero, además, la formulación misma del cargo era sui generis, porque, según explica Costabal, la legislación estadounidense no se apegaba a la definición de dumping según lo establecen las normas del comercio internacional, es decir, vender a precios bajo el costo de producción a objeto de ganar una participación de mercado y dañar a la competencia.

—No les interesaba si los chilenos producíamos a 2.000 dólares por hectárea y vendíamos a 1.500, ese no era el tema. Según la norma americana, lo que debíamos demostrar era que a los Estados Unidos vendíamos a precios iguales o mayores que al resto de los mercados del mundo. Por eso esta demanda afectó mucho más a los exportadores que a los productores.

Muchos en la industria chilena veían la acusación como una maniobra política, un intento de presión para imponer términos más estrictos en el TLC.

Las semanas previas al juicio fueron una locura. Para Bown, Barros, Costabal y el equipo de abogados no había descanso. Las cifras, los documentos, las pruebas: todo tenía que ser impecable. El destino de la industria chilena de la uva dependía de ello. —Con Ronald, Sergio y buena parte del equipo de ASOEX nos desvelábamos tratando de armar todas las tablas de envíos, barco por barco, las toneladas de uva exportadas, los mercados de destino, los retornos… todo lo que fuera demostrable por entidades oficiales, como el Banco Central.

Dado que ASOEX no contaba con un fondo de contingencia, las grandes exportadoras debieron asumir los astronómicos costos de la defensa, que se calcula superaron el millón de dólares. Entre estos costos, uno determinante fue la contratación de una firma especializada en procesamiento y sistematización de datos.

—Recuerdo que esta empresa contaba con unos computadores fabulosos, los más modernos de la época, en los cuales ingresábamos los datos recabados de todas las exportadoras.

De este ejercicio informático, surgió un poderoso argumento. Estados Unidos no solo representaba más del 50% de sus exportaciones de uva de mesa, sino que además a este mercado se enviaba la fruta de mejor calidad y, por lo tanto, la más cara.

Con las cifras en la mano, y ad portas del jucio, Bown y compañía se volcaron de lleno a la preparación de la performance de defensa. Jornadas maratónicas con el staff de abogados que, según revela Costabal, fueron instancias de gran aprendizaje.

—Comprendimos, por ejemplo, que debíamos ser extremadamente cuidadosos con nuestras palabras. Recuerdo un día, en una de estas larguísimas reuniones de trabajo, Sergio Barros me comenta casi de manera trivial, “bueno, yo le vendí al supermercado tal a 10 dólares”; a lo que yo respondí muy sorprendido, “¡pero cómo 10, si podrías haber vendido a 12!”… De inmediato salta Holzworth, nos mira con severidad y nos dice: “¡Stop it! Ustedes son competidores, no pueden hablar en esos términos”. Y claro, tenía toda la razón. Si bien era una conversación informal, aquello podía interpretarse como coordinación de precios o colusión, lo cual por supuesto está absolutamente prohibido por la legislación internacional.

Una vez la estrategia de defensa estuvo lista, la confianza inundó a los chilenos. Sentían que los antecedentes que habían recabado eran demoledores y no dejaban espacio a argucias legales de ningún tipo.

Sin embargo, tenían claro que en California los esperaba un juicio durísimo. Y es que no eran solo ellos, los productores y exportadores de uva, los que estarían frente a un tribunal norteamericano. Sobre sus hombros estaría un país, que se jugaba algo más que una participación de mercado.

EL VEREDICTO

El juez, el estrado, la tensión, las miradas. En el tribunal de California todo había sido como en las películas… Pero en toda esta progresión dramática de tintes hollywoodenses, los protagonistas eran personas reales, con miedos, con emociones reales… Los rostros tensos que hace algunas semanas se habían cruzado frente a un tribunal eran de carne y hueso. Los exportadores chilenos, los productores californianos, esta vez separados por 8.400 kilómetros y un océano de diferencias insalvables, aguardan un veredicto que podría redefinir no solo el futuro de sus negocios, sino también el equilibrio de fuerzas entre ambos países.

Lunes 11 de junio de 2001. Al igual que hace tres meses, Ronald Bown, de pie, apoyado en el borde de su escritorio, abre un sobre sellado con el dorado membrete de la U.S. International Trade Commission, y procede a leer en voz alta. Sergio y Arturo lo miran nerviosos, conscientes de que el contenido de esa carta marcará el futuro de la industria.

—Este tribunal ha llegado a la conclusión de que no existen pruebas suficientes para sostener la acusación de dumping. Los exportadores chilenos podrán continuar con sus operaciones en el mercado norteamericano sin sanciones adicionales…

“No les interesaba si los chilenos producíamos a 2.000 dólares por hectárea y vendíamos a 1.500, ese no era el tema”.

La respiración contenida por fin se libera. La defensa chilena había logrado convertir los números, las fórmulas económicas y las frías cifras en una narrativa que rozaba lo moral. Este juicio no había sido solo una batalla de precios. Era una cuestión de principios, de quién tenía el derecho de participar en el mercado, y bajo qué reglas. Lo que los productores de uva de California habían calificado de dumping, no era más que una estrategia de precios competitiva, dentro de los márgenes que cualquier país exportador podría aplicar en un mercado globalizado.

—Nuestra defensa fue extraordinaria —subraya Arturo Costabal—. Fue tal el peso de los antecedentes que presentamos, que el juicio duró apenas un par de meses, mucho menos de lo esperado. Estados Unidos demostró ser un país serio, el fallo de la ITC fue categórico, no hubo tasas compensatorias (los californianos pedían entre un 30% a un 100%) y aquello es mérito del tremendo equipo que fuimos durante los meses que duró el proceso. No hablo solo de quienes nos tocó liderar, sino que de todo el equipo de ASOEX y, especialmente, de las cinco grandes exportadoras de la época (Dole, Del Curto, Del Monte, Río Blanco y Unifrutti), que se la jugaron a concho recopilando la información que nos permitió construir una argumentación contundente.

Tras leer el fallo, Ronald, Sergio y Arturo intercambian miradas. No hay sonrisas ni celebraciones eufóricas. La victoria es clara, pero todos saben que las cicatrices de este enfrentamiento no desaparecerán fácilmente.

Ronald Bown, siempre pragmático, rompe el silencio. —Muchachos —dice con voz firme pero serena— se ganó una batalla, pero no la guerra.

El conflicto comercial entre Chile y California no había terminado, pero, por ahora, estos exportadores del fin del mundo habían logrado mantenerse en pie. En los pasillos y salones del comercio global, siempre hay una nueva tormenta en el horizonte. Y ellos, lo saben mejor que nadie.

Afuera, el cielo de Santiago parece despejado.

UNA FRASE REDENTORA

Es el año 2011 y en el ambiente templado de un congreso de la uva en California, Ronald Bown se mueve con la calma de quien ha librado demasiadas batallas.

Del otro lado de la sala, el líder de los productores de uva de Estados Unidos, su antiguo adversario.

Ha transcurrido una década desde aquel juicio. Las acusaciones de dumping, las noches sin dormir revisando cifras, las tensiones… todo parecía lejano ahora.

El hombre se acerca a Bown con una sonrisa ligeramente contenida, pero sincera. Se estrechan las manos.

—Ronald —dice el norteamericano con una calma calculada— es un placer volver a verte.

Ambos saben que este momento era inevitable, pero la cortesía fluye con naturalidad. Tanto, que después de unos minutos deciden que el golf sería una buena manera de estirar las piernas… y limar asperezas.

Los pasos tranquilos sobre el césped ondulante van creando una atmósfera relajada. Aunque la conversación transita por temas de exportaciones y acuerdos, la tensión subyacente de los años pasados parece desvanecerse poco a poco.

De pronto, el californiano se detiene. Mira a Ronald con algo que podría describirse como respeto genuino, y en un tono más cálido de lo habitual, lanza una frase tan inesperada como redentora. —Ronald, nobleza obliga, tengo que confesarte algo: la uva chilena es la mejor que he comido en mi vida.

Bown, sin inmutarse, lo mira de reojo, con una sonrisa apenas perceptible asomándose en sus labios. Hace diez años habían ganado en un tribunal, pero esta declaración, dicha entre amigos y sin la presión de una instancia jurídica, se sentía como el triunfo verdadero. Y entonces, con la sencillez de quien ya no busca batallas, solo asiente y ambos continúan su camino, dejando que el silencio haga su trabajo.

*Esta crónica relata acontecimientos reales. No obstante, para efectos narrativos el autor se ha tomado libertades creativas en la descripción de ambientes y personajes.