El siglo XXI ha vuelto a recordar esa historia, en buena medida: ahí están, casi como un museo del siglo XX, la dictadura comunista en Cuba y el sucedáneo personalista de la revolución sandinista en Nicaragua. También las democracias que surgieron con gran esperanza en la década de 1980, atrapadas o decaídas en medio de la corrupción, las reelecciones, crisis institucionales e iniciativas constituyentes (en Bolivia, Perú, Ecuador y Brasil, por ejemplo). Chile, que avanzaba hacia un despegue histórico y que participaba en la OCDE y compartía estándares del primer grupo en el PNUD, sufrió su propia caída en octubre de 2019, con dos procesos constituyentes fallidos y una importante pérdida de prestigio. Y otros deambulan entre situaciones complejas de diverso tipo y circunstancias, como México y Colombia; avances y contradicciones, como El Salvador; logros escasamente conocidos, como Uruguay.
En este escenario, me parece que hay dos naciones que requieren una reflexión especial: Venezuela y Argentina. Ambos fueron los dos países que estuvieron más cerca de llegar al desarrollo en el continente y cuyos gobiernos (y pueblos) hicieron imposible esos sueños. Ambos, además, han liderado las dos grandes revoluciones del siglo XXI: la Bolivariana de Hugo Chávez en el primer caso y la de Javier Milei en el segundo, esta última en pleno desarrollo.
El caso del chavismo fue un laboratorio impresionante y políticamente “exitoso”. El comandante fue elegido para gobernar el país petrolero y tuvo la mayoría para hacer la nueva constitución; reclamó el legado de la independencia y de la Revolución Cubana; tuvo un discurso antiimperialista y ambicioso. Así se instaló la Revolución Bolivariana, que muchos recibieron con entusiasmo, que logró un importante séquito continental en la Argentina de los Kirchner Fernández, el Brasil de Lula, el Ecuador de Correa y la Bolivia de Evo, que cada cierto tiempo peregrinaban o se reunían con Fidel Castro, en quien reconocían a un indudable líder. Sin embargo, el régimen chavista fracasó, no solo por la instalación de la dictadura de Chávez y luego de Nicolás Maduro, sino por su previsible desastre económico, que graficó la incapacidad de la verborrea para reemplazar la técnica y los costos de la farra de las riquezas naturales. El resultado es la acumulación de pobreza y millones de emigrados en busca de oportunidades.
El caso de la Argentina de Milei es de final abierto y está en pleno desarrollo. El gobernante liberal no llegó a la Casa Rosada a administrar los fracasos del pasado ni a lamentarse por una supuesta condena histórica a vivir en la miseria y la frustración. En diversos discursos ha mostrado un mensaje determinado, como lo han sido sus medidas y propuestas de sus primeros cuatro meses. No obstante, me parece que sería un error analizar el fenómeno Milei y su gobierno en función de ciertas reformas: la clave está en el sentido profundo del cambio -pues estamos frente a una revolución- y en el objetivo trazado. Este último, aunque puede haber lecturas diferentes, no es bajar la inflación o mejorar los índices económicos, tampoco cambiar ciertas leyes o reorganizar un Estado elefantiásico. Milei, lo ha dicho en ciertas ocasiones, aspira a poner a Argentina en las grandes ligas mundiales; quiere que sea un país desarrollado, como lo exige su historia y sus posibilidades; no espera menos que llevar a su patria al lugar que alguna vez tuvo y al que está convencido pueden llegar todos los que adopten las leyes simples y claras de la economía.
Es verdad que muchos latinoamericanos no quieren revoluciones ni aventuras, pero tampoco es justo que estén condenados a la pobreza, la inseguridad y el populismo.
Argentina es mirado con interés no solo por los partidarios de Milei, sino también -y quizás sobre todo por sus detractores. Podría ocurrir que tuviera éxito, y con ello su revolución dejaría de ser promesa para transformarse en realidad, pero también sucedería algo más: ella dejaría de ser exclusivamente argentina, para transformarse en latinoamericana. Rápidamente surgirán los seguidores y, como en el caso bolivariano, podría transformarse en tendencia, aunque solo impactara a dos o tres países más.
Es verdad que muchos latinoamericanos no quieren revoluciones ni aventuras, pero tampoco es justo que estén condenados a la pobreza, la inseguridad y el populismo. Ni la revolución bolivariana ni la liberal son las únicas alternativas posibles para los países del continente, pero no cabe duda que ahí existen dos puntos de referencia entre los cuales se ha escogido y se puede elegir. Consolidar las democracias, tener desarrollo económico estable en el tiempo y lograr un efectivo progreso social son aspiraciones que se ven lejanas histórica y políticamente, pero no se puede renunciar al deseo de vivir mejor y de transformar las esperanzas en realidades. Sin embargo, llegar a ello requiere mucho trabajo, largo plazo y sentido común: no es una tarea fácil en un continente donde el tiempo corto de las elecciones, la vía fácil del populismo y la fiebre de las revoluciones fallidas ha terminado numerosas veces con duros golpes de realidad y perpetuación de la miseria.