El panorama internacional recibe al 2024 con una multitud de conflictos. La invasión rusa a Ucrania se acerca a su segundo año, con ataques sucesivos que afectan a ambas sociedades más allá del frente de combate. La violencia se extiende en Gaza, donde ambos bandos buscan demonizar al adversario obviando sus propias acciones, generando una dinámica maniquea que recoge las características de un enfrentamiento de tipo mítico, irresoluble y que nos recuerda lo que Huntington denominaba ya en 1993, como un conflicto tectónico o de fractura, que más allá de la violencia, se caracteriza por su carácter permanente. Todo indica que la acrimonia entre Israel y Hamas se mantendrá más allá de la tragedia de Gaza, termine esta como termine. Sólo agregará nuevos argumentos a dos visiones que no contemplan al otro dentro de este mundo.
A estos dos conflictos se suman a lo menos otra docena de choques que se dan en lugares tan dispares como África, Asia Central o la propia América Latina, donde muchos de ellos asumen la condición de “híbridos”, al combinar dinámicas militares con criminales de tipo anómico, lo que dificulta seriamente su comprensión, generando una percepción “líquida” o “fluida” del planeta.
Todo esto ha llevado a muchos a considerar que esta situación es de tipo crítico, que antecede a un colapso político internacional y que lleva a todo tipo de condiciones trágicas. Sin embargo, más que una situación novedosa, esta dinámica obedece sólo a una recuperación de los procesos previos a 1914, y que olvidamos debido a una segunda mitad del siglo XX fuertemente estructurada y organizada.
La Guerra Fría nos dejó una mirada determinada por una estructura de poder definida en clave bipolar. El fin de ella, nos sugirió la aparición de sistemas de coexistencia política entre Estados de tipo racional, basados en estructuras político-sociales de cuño occidental, lo que llevó a la creación de plataformas multilaterales complejas, de arquitectura rígida, definidas por órganos internacionales de cooperación, integración y justicia. Lamentablemente para nosotros, estas miradas y estructuras, si bien han conseguido elevados grados de éxito y eficiencia dentro de nuestro mundo, no consiguen reemplazar miradas alternativas, no sólo del sistema internacional sino de la vida misma. Sociedades que no aceptan parámetros en clave occidental, como Irán, o los grupos islamistas que no operan en lógica estatal o, derechamente, actores de poder rivales, como la visión de Putin sobre un área de hegemonía rusa o las aspiraciones de la China de Xi Jinping, resultan difíciles de procesar dentro de Occidente. No conseguimos entender la “alteridad”, la existencia de “otros” con miradas alternativas.
Previo al estallido de las dos Guerras Mundiales, Occidente no sólo coexistió con otros, sino que fue altamente exitoso en un mundo donde la clave radicaba en un instrumento hoy debatible en Occidente, pero que es el último baremo de poder: el Poder Duro (Hard Power), ya sea militar, económico o del tipo que se quiera.
Hoy, algunos temen el colapso del sistema multilateral, político y comercial, sin embargo, lo que vemos empíricamente es que las estructuras que Occidente ha construido continúan funcionando, más allá de sus problemas de coyuntura. Lo que ocurre es que deben coexistir con otras visiones, como ocurre, por ejemplo, con los ataques Houthi yemenitas al tráfico de buques mercantes en el Mar Rojo y Bab el-Mandeb.
Lo que en su origen multisecular es un conflicto por la hegemonía local yemenita entre grupos musulmanes chiitas y sunitas, deriva en un esquema de conflicto regional, donde interviene Irán y Arabia Saudí, más sus grupos de poder. Tras años de estancamiento, los rebeldes ven la oportunidad de asociar una expansión de su violencia al tráfico comercial internacional bajo una más que debatible asociación con los intereses palestinos en Gaza, y arrastran no sólo a los buques mercantes internacionales, sino a actores internacionales occidentales primarios, como Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Una superposición de intereses que no sólo complica la comprensión del conflicto, sino las aspiraciones, muy occidentales, de una solución “integral y definitiva” a un conflicto que es estructural y permanente. La conclusión natural de esta situación es que Occidente, y nosotros, debemos asumir que vivimos en un mundo dinámico, donde este tipo de fenómenos serán recurrentes, y donde el Poder Duro, es decir, la capacidad de imponer voluntad, es una necesidad regular y corriente. Como decíamos más arriba, esto no es más que asumir una condición normal en la larga historia de las relaciones internacionales, y el problema parece ser más bien de Occidente de asumirlo como tal, y la necesidad de usar herramientas que otros mundos usan sin problemas, más que de un “cambio” internacional especialmente serio o novedoso.