Se abrieron las compuertas del odio y las vidas de miles de familias se inundaron con una violencia descarnada y desmedida por parte de mentes radicalizadas. Una orgía de sangre, violencia y muerte sobre personas inocentes.
En los días y semanas sucesivas hemos visto la respuesta de Israel bombardeando y demoliendo cada edificio y posible escondite que pudiera guarecer a algún militante de Hamás, destruyendo de paso hogares y vidas de familias palestinas, personas también inocentes, desarmadas e indefensas.
Al momento de escribir esta columna, las opiniones y argumentos que escuchamos a favor y en contra de ambos ataques son dramáticamente similares: “Sí, pero no olvidemos que Israel antes…” o “Sí, pero no olvidemos que los palestinos…”. Respuestas fáciles y carentes de la profundidad y sobre todo de la humanidad que requiere el análisis de una disputa histórica particularmente compleja. Lo que hizo Hamás es inexcusable. No podemos aceptar la masacre de civiles desarmados en base a lo que Israel haya hecho antes, como tampoco justificar una venganza que ponga en peligro a los civiles palestinos que viven en Gaza.
Sin duda la guerra es la peor de las opciones, es el último recurso al que un país quiere llegar, pero, nos guste o no, la guerra es una opción válida, regulada por el derecho internacional. Posee reglas, y dentro de la brutalidad que implica el enfrentamiento entre dos bandos armados, el código de guerra es esa última frontera que como seres humanos nos hemos autoimpuesto, estableciendo mínimos civilizatorios inquebrantables: no se ataca a mujeres, niños ni civiles indefensos, prohíbe matar o herir a un adversario que haya depuesto las armas, entre otras normas acordadas en los Convenios de Ginebra.
Más allá de la conmoción que nos provoca la guerra, es claro que un ataque sobre posiciones militares no hubiera provocado el mismo impacto en la opinión pública. Sin embargo, en la situación actual, cuando se han vulnerado esas mínimas convenciones que como sociedad hemos establecido, se corre la línea de frontera de lo “aceptable”, alejándonos de nuestra humanidad y dejándonos más bien cerca de la animalidad.
Después de 2,5 millones de años de evolución, pareciera que poco hemos avanzado. Tristemente seguimos enfrascados en las mismas guerras fratricidas. No obstante, como especie y como individuos no podemos permitir transgresiones a esos mínimos que hemos establecido, y menos aún, justificar los horrores que hemos visto con un majadero “sí, pero…”. La invitación es a abrazar la humanidad que aún nos queda y a cambiar nuestra frase por un fraterno “nada justifica”. Solo así podremos evitar volver a la barbarie.